Sunday, March 30, 2014

Breve ensayo para entender la tristeza

Todos sentimos, alguna vez, tristeza. Quizá con la melancolía adherida a la piel como un abrojo cuando miramos aquella vieja foto veraniega en la cual nos veíamos jóvenes, despreocupados, pletóricos y, por qué no, más delgados  y sin arrugas; cuando escuchamos aquella canción melosa y comercial pero que en nuestra más tierna adolescencia ofició como banda sonora de nuestro primer amor o al oler aquel cálido y reconfortante aroma a pan tostado que nos transporta automáticamente a la infancia, a las meriendas con la abuela después del colegio, a aquella ilimitada felicidad pueril.
Lo que duele entonces, es ese sabor de ya no ser, la certeza de que el tiempo pasó como un vendaval, arrasando con la ligereza y la fluidez con la que vivíamos antaño y dejándonos solamente esa leve sensación de alegría que apenas entibia nuestra alma, como el sol en una mañana de otoño, cuando cumplimos años, nos vamos de vacaciones o nos visita un amigo.
 Lo que añoramos es la pérdida de la capacidad de sentirnos intensamente felices.

Otras veces la angustia se aloja en el centro del pecho, presionándolo, como un puñado de guijarros que alguna vez fueron sentimientos. Nos agobia desde que nos despertamos hasta que volvemos a apoyar la cabeza en la almohada para intentar, al menos por unas horas, sosegar el dolor profundo  de una separación, una muerte o un engaño,  en un despliegue onírico donde finalmente, la tristeza siempre terminará haciéndose presente.
Entonces lloramos sin dejar ni uno de nuestros músculos faciales en distensión; la respiración se nos entrecorta como si hubiésemos corrido una maratón; no podemos hablar y, tal vez, sobreviene la necesidad de golpear o romper algo o de abrazarse fuertemente a quien tenemos cerca para luego seguir llorando con más intensidad.
Duele, así, la absoluta e inexpugnable determinación de lo que fue y no será jamás de otra manera, lo irreversible de la situación. Fue y no hay vuelta que darle.
Ya no añoramos la perdida de la capacidad de sentirnos intensamente felices, ahora lo terrible, lo que lastima es el aniquilamiento de toda esperanza y la inutilidad de la melancolía. Nos sentimos desamparados, sabiendo que aquello a lo que nos aferrábamos no mutó sino que ya no existe.

En ocasiones, la tristeza no está atada al pasado, si no al presente. Y aquí es cuando entra en juego la frustración. Frustración por nuestro trabajo, nuestro salario, nuestra pareja o simplemente, por nosotros mismos. Podríamos haber logrado algo mejor, pensamos. Pero no. Quedamos inmersos en ese espacio intermedio entre lo que hubiéramos querido que sea y lo que no es.
Entonces la angustia se empasta con el enojo y nos queda en la boca el sabor amargo del fracaso. Nos lamentamos, puteamos, le reducimos al mínimo el nivel de energía destinada a aquello que nos inconforma, pero seguimos en el baile. Aunque bailemos con la más fea.
Duele, así, la incapacidad de cambiar lo que tenemos o lo que somos, de no sentirnos dueños ni siquiera del momento más seguro y activo que tenemos: el presente.

Hay tantas maneras de vivir la tristeza como personas en el mundo. Para algunos es momentánea. Para otros, una compañera de existencia que hace carne en cada instante, en cada experiencia. Lo cierto, es que siempre estará ahí, dispuesta a  aparecer con mayor frecuencia  que la alegría, porque como reza el viejo proverbio todos nacemos llorando y nadie se muere riendo.




1 comment:

  1. Quizás hablando al principio más acerca de la nostalgia, cito un fragmento de un cuento de Cortazar que lo tengo grabado en el pecho:

    "Era aquí mismo, pero en esos tiempos— ¿cuántos años ya, viejo?— todos ustedes venían a pasar temporadas al bungalow que me dejaban mis padres, nos daba por el remo, por leer poesía hasta la náusea, por enamorarnos desesperadamente de lo más precario y lo más perecedero, todo eso envuelto en una infinita pedantería inofensiva, en una ternura de cachorros sonsos. Éramos tan jóvenes, Mauricio, resultaba tan fácil creerse hastiado, acariciar la imagen de la muerte entre discos de jazz y mate amargo, dueños de una sólida inmortalidad de cincuenta o sesenta años por vivir.
    (...) Sabés, lo terrible de ese momento de la juventud es que en una hora oscura y sin nombre todo deja de ser serio para ceder a la sucia máscara de seriedad que hay que ponerse en la cara, y yo ahora soy el doctor fulano, y vos el ingeniero mengano, bruscamente nos hemos quedado atrás, empezamos a vernos de otro modo, aunque por un tiempo persistamos en los rituales, en los juegos comunes, en las cenas de camaradería que tiran sus últimos salvavidas en medio de la dispersión y el abandono, y todo es tan horriblemente natural (...)"

    Julio Cortazar, Relato con con fondo de agua

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