Nunca
resultaba como decían. Las tres horas de viaje prometido terminaban
transformándose en nueve o diez, y este caso no era la excepción.
Habíamos
abordado un micro con destino a la fronteriza ciudad de Huaquillas, en la
Terminal Terrestre de Guayaquil, frente a la Río Daule de la Metrovía.
Aquel
agobiante mediodía nuestra expectativa era llegar por la tarde a la frontera,
cruzarla y una vez en Perú tomar allí otro micro hacia Lima. Pero siempre las perspectivas suelen distar mucho
de la realidad.
El
micro, más parecido a uno de esos transportes de línea que circulan por el
conurbano bonaerense que a un ómnibus de larga distancia, se detenía en cada
poblado para subir pasajeros. Quince minutos en Durán, otros veinte en Puerto
Inca y la eternidad se hacía una espera ansiosa.
En
una de aquellas incesantes paradas, en la bananera Machala, cuando ya llevábamos
más de tres horas de viaje transitando por los más húmedos y espesos parajes y
el otrora soleado día había dado paso a un inmenso cielo gris que parecía
desplomarse sobre nuestras cabezas de un momento a otro como la pesada y
arcillosa cabellera de una Venus valdiviana, subió al micro un extraño
personaje.
Era
un hombre de unos cincuenta años, blanco, con unos enormes ojos claros y
saltones y el cabello cano y revuelto como si recién se hubiese levantado de la
cama. Vestía una camisa hawaiana naranja rabioso, un pantalón de lino crudo y
una gallina bataraza bajo el brazo. Su imagen de gringo demente contrastaba con
la de la mayoría de los mestizos campesinos que abordaron el micro en aquellos
lares.
Se
ubicó silenciosamente por el fondo del autobús y allí permaneció un largo rato
hasta que apareció en el estrecho pasillo para recoger a la huidiza gallina que
ahora caminaba muy oronda entre los asientos cercanos a la puerta de acceso.
Unos alegres turistas brasileros reían por lo bajo de la bizarra situación y un
cúmulo de voces murmurantes invadió el interior del rodado. Él, simplemente se
limitó a tomar a la bataraza y como si fuese un paquete, a colocarla nuevamente
bajo su brazo.
No
volvimos a saber de él hasta que llegamos al pequeño Cantón Arenillas, a unos pocos
kilómetros de la frontera. Pasó junto a nosotros, esta vez con la gallina atada
en sus patas, y nos echó una mirada escrutadora y compasiva, como si entendiera
nuestro cansancio y el hambre. Descendió del ómnibus y a través de la
ventanilla lo observamos avanzar unos pocos pasos por un estrecho sendero de
tierra. Ante nuestros atónitos ojos, lo vimos desaparecer dejando solamente, en
la espesura de la noche, un rastro de plumas a lo largo del camino como única
prueba irrefutable de su virtual existencia.
Brishante! Peligroso finalista! Un relato breve y con una in precisión que tiene el sabor del misterio y la intriga.
ReplyDeleteUn comentario, me parece que el tercer o cuarto párrafo ("En una de aquellas incesantes...) es largo y un poco confuso. Quizás explayaría un poco más el principio, el lugar, etc. Pero una de las grandes virtudes de este texto es su brevedad, así que no se qué decir.