Monday, April 28, 2014

El prisionero

En la terraza descubierta de de un edificio,un hombre fumaba y pensaba en su angustia por no tener nada que decir.
Fumaba y pensaba. La angustia tenía otro origen, pero a ella se le sumaba ese no tener nada que decir al respecto. O bien no tener cómo hacerlo. Jamás había pensado en el poder subversivo de las artes hasta el momento en que no pudo barrer esa viruta de su estómago, de no poder gritarlo para ser escuchado.
Sufría -siempre en silencio- por una injusticia o un amor, que bien se sabe que son mas o menos la misma cosa. Miraba un punto fijo y distante. Quizás una antena con una luz en su cima, que titilaba intermitente. Miraba y desenfocaba sus ojos. Ahora todo eran tonos oscuros de densidad almibarada, y la luz que aparecía como una mancha gorda y desteñida. Una gelatina, pensó él. Era como mirar bajo el agua de un lago oscuro y transparente. Mientras tanto seguía con la mente en estado de vacío absoluto.
Interrumpió su mirada dislocada el humo del cigarrillo que se le vino a los ojos cuando le dio una penúltima pitada. El eco distante de la autopista le daba a la noche esa impresión de jungla distópica e infernal. Y una brisa suave y fresca, bien porteña, como para recordarle que no todo era un producto humano. A pesar del nuevo edificio de la compañía de seguros, todavía podía ver una mitad del cartel publicitario que su abuelo había levantado hace sesenta años.Todos sabían que no era cierto, pero él insistía en que aquel había sido el primero en levantarse en la ciudad. Él ni entendía el concepto: poner la imagen de un Granjero y designar un nombre para el arroz le parecía ridículo. No es un nombre, es una marca, le dijo uno de sus compañeros.
Con sus luces reflectores, el cartel que su abuelo había ayudado a levantar derramó nuevas sombras. Sin saberlo, el abuelo había clamado toda su vida ser artífice de la nueva corrupción.
De a poco, esas marcas dejaron sus rostros humanos para comenzar a vender fantasías, mundos mejores o bien comercialmente más agradables. Se acordaba del auto que habían comprado sus padres cuando tenía 6 años. Sufrían sus expensas pero cada vez que iban a salir de paseo su padre se asomaba cantando esa canción con la que anunciaban el modelo en la radio.
No tardaron demasiado para que empezaran a reclamar lealtades, que hiciéramos cosas con su nombre, en su honor. Nuestras actividades comenzaron a estar estampadas, vigiladas en secreto. Sin darnos cuenta empezaron a haber cosas que no podíamos pensar, hacer o mencionar sin ellas.

Y todo fue tan real y paulatino.

La luz roja de aquella antena seguía emitiendo señales a la nada misma. El cigarrillo estaba consumido y moría en la vereda. Desde la terraza, el hombre seguía mirando a la única luz que permanecía encendida. El apagón en la ciudad era total. Un problema o bien un ataque. ¿terrorismo subversivo? Pensaba mientras lloraba en silencio. Quería ser parte de esa tranquilidad que sabía que sería breve. Quería sentirse liberado, ser un eufórico presidiario que sabe que logró escapar. O un niño cuando sale de la escuela. Pero no podía. No podía ser libre en esa oscuridad. Quería volar, y no sabía cómo hacerlo. Quería pensar y no tenía motivos para hacerlo. No podía recuperar su voz, no tenía nada que decir.

Entonces, prendió otro cigarrillo y se limitó a esperar en angustia y silencio a que volviera la luz.


Saturday, April 26, 2014

La Venus de Valdivia

El inmenso cielo gris parecía desplomarse de un momento a otro como la pesada y arcillosa cabellera de una Venus valdiviana. Un aire espeso y pegajoso le enmohecía los recuerdos de juventud, que aún conservaba añejados en algún rincón de su existencia, y el sempiterno vaho pestilente, emanado de las aguas servidas por los desbordes del río Jubones, ambientaba su vida cargada de presentes sórdidos y futuros inciertos.
            Desde la primera vez que puso un pie en aquel emputecido y recóndito paraje, alejado de la modernización y de las promesas de progreso con las que fue atraído, había sentido el tábano de la frustración inflamándole la piel.
             Pese a todas las desgracias y los sinsabores, Ramón Inés Miranda Jurado no se imaginaba viviendo en ningún otro sitio.
            Tumbado en la cama, fumando el décimo cigarrillo en lo que iba del día, evitaba sumergirse en el agobiante sopor de la siesta. Desde un rincón de la vieja y desvencijada mesa de luz, el retrato de María del Rosario Vargas Cepeda, su mujer, lo observaba nostálgico.
            Le hubiera gustado saber leer o tener un televisor para poder distraer la mente de las remembranzas que lo amenazaban una y otra vez con salir a flote. Imágenes en tonos sepias de un pasado que auguraba ser feliz y no lo fue.
            Hacía 20 años, allá en los lejanos ´80, había llegado junto a su esposa, cambiando los arrozales por las plantaciones de banano. Con unos pocos trastos y muchas ilusiones bajo el brazo, se instalaron en la humilde casona que ellos mismos construyeron con caña guadua elevada sobre el nivel del suelo.
            Por entonces, intentaban ansiadamente la paternidad. No pasaba una sola noche en que, a pesar del agotamiento físico y del sofocante calor húmedo que se respiraba en la pequeña habitación de dos por dos, no buscasen el embarazo.
            Habían seguido todos y cada uno de los consejos que las comadronas del barrio sugerían: las infusiones a base de damiana; las estrambóticas posiciones postcoitales que María del Rosario mantenía hasta que la lumbar le pedía basta; los cálculos fértiles con los ciclos lunares; las novenas a San Ramón Nonato, los días previos al 31 de agosto. Sin embargo, todos los meses la mujer recibía con puntualidad el manantial de sangre que ponía fin a las esperanzas acumuladas durante los 28 días anteriores y atizaba el fuego de la ilusión para los siguientes.  
            Recordaba esos meses devenidos en años como un lento desgaste. Un dolor en medio del alma que le azotaba su ya difícil existencia. Un leve sabor a decepción.
            Inmersos en esa maraña de esfuerzos inútiles y privaciones se encontraban cuando la epidemia de paludismo de 1992 se llevó a María del Rosario y con ella todos los proyectos que alguna vez tuvieron.
            A sus apenas veinte y tantos años, Ramón Inés Miranda Jurado se había quedado pobre, viudo y solo. Sumaba, así, uno más a la lista de sus fracasos.
            Decidió entonces que no tendría más deseos. No volvería a casarse ni tendría hijos. Viviría la vida como una indefectible transición hacia la muerte, consagrada al culto de los recuerdos y la ausencia...
            Paladeó el salado gusto de las lágrimas una, dos, cientos de veces hasta la náusea.
            De repente, afuera había comenzado a llover. El monótono sonido del aguacero lo arrancó de sus desdichadas memorias para traerlo a su no menos desdichado presente.
             


Monday, April 7, 2014

Fin de clases

Si no fuera por Esteban, su amigo compañero de banco, él jamás se hubiese enterado que al colegio lo iban a derrumbar apenas una semana después de su graduación.

Siempre más tímido y reservado, Federico sabía que la personalidad de Esteban era notable. Agudo e inquisidor, tenía el poder de la palabra y la intuición de su lado. Esa sensibilidad especial le dio de grande un gusto por los negocios excéntricos. Como cuando, ya más grandes, se enteró de la vuelta de Perón. Lo primero que pensó fue en salir a vender choripanes a Ezeiza. Nos los sacan de las manos Fesé. Ese era su argumento, tan apropiado para aquella la fiesta popular como para cuando volvió a proponer el mismo negocio no mucho después, el día del gran luto nacional.

Pero uno años antes en aquella otra tarde, con un calor en diciembre que vaticinaba un verano atroz, ambos recibían su diploma enrollado y una medallita de metal opaco y dudoso. Federico sabía que estaba viviendo por última vez la ceremonia del fin de clases. No estaba seguro de sentirse ansioso de dejar todo aquello atrás, o algo apenado y nostálgico. Después de todo, las últimas semanas de clase resultaban siempre una especie de preludio vacacional en plena jornada educativa. Las maestras corregían y tomaban recuperatorios mientras el resto divagaba en planes veraniegos. Era un tiempo de ocio ganado al estudio. Aquellos que sufrían de un amor juvenil disfrutaban de ese júbilo prematuro con una angustia agregada. Sabían que quedaban pocos días para hacer alguna jugada, para acercarse, invitarla a salir, o al menos organizar una reunión con la excusa de tener una chance más afuera de las aulas. Otros, igualmente enamorados pero resignados, se limitaban a tratar de retener en algún lugar su imagen, alguna notita con su letra o el aroma del shampú que olían cuando se acercaban a su cabeza. En la clase de historia, charlando en una de esas asambleas celebradas en un banco alejado de la profesora que corregía, Esteban le contó la novedad.

- Te lo juro Fesé. No lo escuché porai, lo leí en unos papeles en lo de la directora-. Esteban gozaba de una reputación que lo hacía visitante frecuente de aquel despacho. Su imaginación también tenía una fama similar. Federico no se preocupó hasta que vio al colegio vallado con paneles de madera y un cartel:

Municipalidad de Buenos Aires
Secretaria de Obras Públicas / Secretaría de Educación
Orden de demolición nº: 23.569
Arquitecto: Silvio Brasso
Fecha de obra: 17 de Diciembre 1969

- Sos un tarado, ¿ahora me lo venis a creer?    ...Bueno, dale. Pero me debés joda y lo sabés-. Colgó el teléfono sabiendo que en realidad Esteban quería más que nadie visitar el colegio, por última vez antes de perderlo para siempre.

En el medio de la noche y completamente abandonado, el colegio perdía su aspecto rector e institucional y tomaba un aire algo espeluznante. A diferencia de otras instituciones centenarias, esas construcciones que reflejan su dote de palacio educativo con el mármol de la rigidez pedagógica, su colegio era una estructura improvisada en una antigua fábrica devenida luego en oficina del gobierno y que eventualmente tuvo que apilar un par de salas más en la terraza para convertirse en una escuela; de corta vida. Las aulas oscuras se iluminaban solamente por una débil luz exterior que llegaba de las ventanas de azulejos de vidrio difuso. Había caños aserrados y ventilaciones innecesarias. El edificio entero mezclaba su última vocación inesperada con su antigua identidad.

Avanzaban sin saber muy bien qué buscaban, pero lo hacían muy despacio y con cuidado. Federico pensaba en cuán irónico era estar reviviendo aquel escape y rateada del año pasado pero a la inversa; entrando al colegio en vez de escabullirse afuera de él.
Miraban al colegio con cariño y tristeza. Querían respirar por última vez en aquel lugar, intentar de llevarse consigo la esencia de algo que no volvería a ser parte de sus vidas nunca más. La vida les mostraba por primera vez su naturaleza irreversible. Pensar que aquel gol que nunca fue en el patio, nunca será. Federico nunca tuvo una novia durante el secundario, y sabía que aquel iba a hacer un gran reproche en sus años maduros. Otras cosas más le acosaban a medida que recorrían casi en silencio.

Bajaron al subsuelo donde había un laboratorio precario y mal ventilado. Querían llevarse algún botín del que pudieran sacar provecho. Pero cuando terminaron de consumir los peldaños de las escaleras, encontraron tierra húmeda y removida en lugar de las baldosas grises de otrora. El olor rancio e intenso a humedad confirmaba que todo el subsuelo parecía recientemente excavado. Y después mucho más no recordaban. Esteban levantó del suelo un húmero sin saber bien que era, pero basto el débil halo de luz iluminando un rostro humano -gris, ojeroso y a medio enterrar- para que ambos corrieran hacia la salida con la misma intensidad que en su último día de clases, hace tan solo una semana.

Saturday, April 5, 2014

La espesura de la noche

Nunca resultaba como decían. Las tres horas de viaje prometido terminaban transformándose en nueve o diez, y este caso no era la excepción.
Habíamos abordado un micro con destino a la fronteriza ciudad de Huaquillas, en la Terminal Terrestre de Guayaquil, frente a la Río Daule de la Metrovía.
Aquel agobiante mediodía nuestra expectativa era llegar por la tarde a la frontera, cruzarla y una vez en Perú tomar allí otro micro hacia Lima. Pero  siempre las perspectivas suelen distar mucho de la realidad.
El micro, más parecido a uno de esos transportes de línea que circulan por el conurbano bonaerense que a un ómnibus de larga distancia, se detenía en cada poblado para subir pasajeros. Quince minutos en Durán, otros veinte en Puerto Inca y la eternidad se hacía una espera ansiosa.
En una de aquellas incesantes paradas, en la bananera Machala, cuando ya llevábamos más de tres horas de viaje transitando por los más húmedos y espesos parajes y el otrora soleado día había dado paso a un inmenso cielo gris que parecía desplomarse sobre nuestras cabezas de un momento a otro como la pesada y arcillosa cabellera de una Venus valdiviana, subió al micro un extraño personaje.
Era un hombre de unos cincuenta años, blanco, con unos enormes ojos claros y saltones y el cabello cano y revuelto como si recién se hubiese levantado de la cama. Vestía una camisa hawaiana naranja rabioso, un pantalón de lino crudo y una gallina bataraza bajo el brazo. Su imagen de gringo demente contrastaba con la de la mayoría de los mestizos campesinos que abordaron el micro en aquellos lares.
Se ubicó silenciosamente por el fondo del autobús y allí permaneció un largo rato hasta que apareció en el estrecho pasillo para recoger a la huidiza gallina que ahora caminaba muy oronda entre los asientos cercanos a la puerta de acceso. Unos alegres turistas brasileros reían por lo bajo de la bizarra situación y un cúmulo de voces murmurantes invadió el interior del rodado. Él, simplemente se limitó a tomar a la bataraza y como si fuese un paquete, a colocarla nuevamente bajo su brazo.
No volvimos a saber de él hasta que llegamos al pequeño Cantón Arenillas, a unos pocos kilómetros de la frontera. Pasó junto a nosotros, esta vez con la gallina atada en sus patas, y nos echó una mirada escrutadora y compasiva, como si entendiera nuestro cansancio y el hambre. Descendió del ómnibus y a través de la ventanilla lo observamos avanzar unos pocos pasos por un estrecho sendero de tierra. Ante nuestros atónitos ojos, lo vimos desaparecer dejando solamente, en la espesura de la noche, un rastro de plumas a lo largo del camino como única prueba irrefutable de su virtual existencia.