Todos los días Ernesto
esperaba ansioso los resultados del Concurso Nacional de Cuentos Cortos. Ni
bien despertaba, encendía el celular, revisaba el correo de voz y chequeaba los
mails. Al levantarse, se dirigía al comedor diario donde estaba el teléfono de
línea y escuchaba, expectante, los mensajes en el contestador. Necesitaba
asegurarse de que ninguna notificación se le pasaría por alto.
Mientras desayunaba su rutinario café negro, visitaba el
sitio web de la Fundación Argentina de Letras- institución que organizaba el
concurso- donde se publicaría el nombre del afortunado ganador que se haría con
el premio de diez mil pesos.
Le gustaba imaginarse a sí mismo en el instante en que
recibiría la noticia. Se soñaba cobrando aquel cheque, reconocimiento a su
talento y esfuerzo, que tanto bien le haría a su economía hogareña. Tenía
cientos de destinos para el dinero: arreglar la cocina; comprar un auto; llevar
a Beatriz, su esposa desde hacía veinticinco años, a un romántico viaje de
placer al Calafate o, por qué no, ahorrarlo por si acaso.
Habían pasado ocho meses desde que se había presentado al
concurso con aquel cuento breve sobre un hombre obstinado que decidía quitarse
la vida inoportunamente. Durante el primer mes, aguardó pacientemente. Era un
tiempo prudencial, pensaba, para que el jurado pudiera leer la totalidad de las
obras, analizarlas y ponerse de acuerdo para elegir la mejor. Pero a partir del
segundo mes, la ansiedad lo había asaltado. Enviaba correos electrónicos o
llamaba todas las semanas a las oficinas de la Fundación; consultaba a los
otros participantes por si tenían novedades y atormentaba a Beatriz hablando
incesantemente del certamen.
Para Ernesto no había más motivación en su vida que ganar
ese concurso. Desde que sus hijos habían abandonado el hogar paterno, la
existencia se le había transformado en un cúmulo gris de experiencias,
recuerdos, hábitos y mediocridad. Trabajaba, sin pena ni gloria, en la misma
oficina de seguros desde hacía treinta años. Su matrimonio con Beatriz, otrora
alegre y apasionado, había devenido en un monótono compañerismo plagado de
discusiones sin sentido y rencores añejos.
Sólo escribir le permitía trascender. A través de sus
personajes, siempre febriles y taciturnos, podía vivir cientos de vidas
diferentes sin pagar el pesado costo del error y el arrepentimiento. Podía ser un obrero andaluz en huelga, una ambiciosa
prostituta neoyorquina o un marino japonés de la Segunda Guerra. Lo único que
no deseaba era ser un empleado de seguros, de cincuenta y dos años, casado y en
plena crisis del nido vacío.
Aquella mañana había decidido que no iría a trabajar. Le
había pedido a Beatriz que llamase a su jefe para decirle que estaba enfermo.
Como desde hacía ocho meses, se cercioró por todos los medios posibles que no
había novedades del concurso.
Bebió a sorbos el intenso café que había preparado y sacó
del cajón el cuento corto presentado en el certamen. Se encerró en la
habitación y encendió la lámpara del escritorio. Acomodó las dos escasas hojas
de desarrollo del cuento y comenzó a leer atolondradamente frases sueltas.
Palabras salteadas, incoherentes, brotaban por doquier ante sus ojos.
Rutina-muerte-suicidio-disparo-teléfono-esposa.
Algo no le satisfacía de aquella secuencia. No sabía
reconocer qué, pero se sentía molesto.
Probó con otra lista de palabras: matrimonio-recuerdos-vida-habitación.
Nada.
Entonces se dio cuenta que su obra le avergonzaba. La
notó sosa, literariamente pobre, carente de recursos que hicieran de ella una
pieza atrapante, digna de ser leída. Pensó que jamás ganaría el concurso. El
jurado no podría elegir tamaño ejemplar de literatura barata.
Lloró. Gritó. Golpeó fuertemente con sus puños el
escritorio.
Abrió la segunda gaveta del mueble y sacó el revólver envuelto
en una gamuza, dispuesto a poner fin a aquella vida de presentes sórdidos y
futuros demasiado ciertos. Cargó el tambor. Apuntó a su cabeza y apretó el
gatillo.
Tras el disparo, sólo se oyeron los gritos desquiciados de
Beatriz.
Minutos después llegó la policía. Un forzudo agente logró
derribar la puerta mientras el otro intentaba calmar a la viuda. Encontró al
hombre derrumbado sobre un extremo del amplio escritorio cubierto de un espeso
charco de sangre. A un costado de su cabeza, las dos páginas yacían casi
impolutas. El oficial se acercó y leyó la primera oración: “Todos los días Ernesto esperaba ansioso los resultados del Concurso
Nacional de Cuentos Cortos”.
Mientras tanto, en el comedor diario sonaba el teléfono. Una
empleada de la Fundación Argentina de Letras quería comunicarle a Ernesto Páez que
había sido elegido ganador del certamen.