Friday, February 28, 2014

Suicidio

Todos los días Ernesto esperaba ansioso los resultados del Concurso Nacional de Cuentos Cortos. Ni bien despertaba, encendía el celular, revisaba el correo de voz y chequeaba los mails. Al levantarse, se dirigía al comedor diario donde estaba el teléfono de línea y escuchaba, expectante, los mensajes en el contestador. Necesitaba asegurarse de que ninguna notificación se le pasaría por alto.
            Mientras desayunaba su rutinario café negro, visitaba el sitio web de la Fundación Argentina de Letras- institución que organizaba el concurso- donde se publicaría el nombre del afortunado ganador que se haría con el premio de diez mil pesos.
            Le gustaba imaginarse a sí mismo en el instante en que recibiría la noticia. Se soñaba cobrando aquel cheque, reconocimiento a su talento y esfuerzo, que tanto bien le haría a su economía hogareña. Tenía cientos de destinos para el dinero: arreglar la cocina; comprar un auto; llevar a Beatriz, su esposa desde hacía veinticinco años, a un romántico viaje de placer al Calafate o, por qué no, ahorrarlo por si acaso.
            Habían pasado ocho meses desde que se había presentado al concurso con aquel cuento breve sobre un hombre obstinado que decidía quitarse la vida inoportunamente. Durante el primer mes, aguardó pacientemente. Era un tiempo prudencial, pensaba, para que el jurado pudiera leer la totalidad de las obras, analizarlas y ponerse de acuerdo para elegir la mejor. Pero a partir del segundo mes, la ansiedad lo había asaltado. Enviaba correos electrónicos o llamaba todas las semanas a las oficinas de la Fundación; consultaba a los otros participantes por si tenían novedades y atormentaba a Beatriz hablando incesantemente del certamen.
            Para Ernesto no había más motivación en su vida que ganar ese concurso. Desde que sus hijos habían abandonado el hogar paterno, la existencia se le había transformado en un cúmulo gris de experiencias, recuerdos, hábitos y mediocridad. Trabajaba, sin pena ni gloria, en la misma oficina de seguros desde hacía treinta años. Su matrimonio con Beatriz, otrora alegre y apasionado, había devenido en un monótono compañerismo plagado de discusiones sin sentido y rencores añejos.
            Sólo escribir le permitía trascender. A través de sus personajes, siempre febriles y taciturnos, podía vivir cientos de vidas diferentes sin pagar el pesado costo del error y el arrepentimiento. Podía ser  un obrero andaluz en huelga, una ambiciosa prostituta neoyorquina o un marino japonés de la Segunda Guerra. Lo único que no deseaba era ser un empleado de seguros, de cincuenta y dos años, casado y en plena crisis del nido vacío.
            Aquella mañana había decidido que no iría a trabajar. Le había pedido a Beatriz que llamase a su jefe para decirle que estaba enfermo. Como desde hacía ocho meses, se cercioró por todos los medios posibles que no había novedades del concurso.
            Bebió a sorbos el intenso café que había preparado y sacó del cajón el cuento corto presentado en el certamen. Se encerró en la habitación y encendió la lámpara del escritorio. Acomodó las dos escasas hojas de desarrollo del cuento y comenzó a leer atolondradamente frases sueltas. Palabras salteadas, incoherentes, brotaban por doquier ante sus ojos.
            Rutina-muerte-suicidio-disparo-teléfono-esposa.
            Algo no le satisfacía de aquella secuencia. No sabía reconocer qué, pero se sentía molesto.
            Probó con otra lista de palabras: matrimonio-recuerdos-vida-habitación. Nada.
            Entonces se dio cuenta que su obra le avergonzaba. La notó sosa, literariamente pobre, carente de recursos que hicieran de ella una pieza atrapante, digna de ser leída. Pensó que jamás ganaría el concurso. El jurado no podría elegir tamaño ejemplar de literatura barata.
            Lloró. Gritó. Golpeó fuertemente con sus puños el escritorio.
            Abrió la segunda gaveta del mueble y sacó el revólver envuelto en una gamuza, dispuesto a poner fin a aquella vida de presentes sórdidos y futuros demasiado ciertos. Cargó el tambor. Apuntó a su cabeza y apretó el gatillo.
            Tras el disparo, sólo se oyeron los gritos desquiciados de Beatriz. 
            Minutos después llegó la policía. Un forzudo agente logró derribar la puerta mientras el otro intentaba calmar a la viuda. Encontró al hombre derrumbado sobre un extremo del amplio escritorio cubierto de un espeso charco de sangre. A un costado de su cabeza, las dos páginas yacían casi impolutas. El oficial se acercó y leyó la primera oración: “Todos los días Ernesto esperaba ansioso los resultados del Concurso Nacional de Cuentos Cortos”.

            Mientras tanto, en el comedor diario sonaba el teléfono. Una empleada de la Fundación Argentina de Letras quería comunicarle a Ernesto Páez que había sido elegido ganador del certamen.

El amor eterno

Por María Soledad G. Río Pé

En un profundo silencio se escuchó una voz extraña, monótona.

En una noche oscura donde sólo cosas mágicas pueden suceder, la princesa Uriana y el príncipe Arturo rondaban el parque de su gran castillo. De pronto, se les apareció una anciana que les ofreció proporcionarles el secreto del amor eterno. Los jóvenes enamorados se miraron a los ojos y sin pensarlo respondieron que sí. La anciana, los condujo a la gruta del castillo, donde se reflejaron en el estanque que estaba lleno de hermosos patos blancos y sapos que croaban agitadamente como queriéndolos advertir de algo.
Los jóvenes príncipes cumplieron con todo lo que les ordenó la anciana. Ellos comenzaron a sentirse extraños y aterrados por la transformación del otro. Cayeron al agua. Ahora formaban parte de los numerosos habitantes del estanque.
La anciana, transformada en bruja, huyó en un tren con su jarrón negro; allí guardaba la magia negra del amor eterno.
-Ahora, me encamino a buscar otra pareja de tontos enamorados.

Saturday, February 22, 2014

Alquimia

No soporto a las fumadoras. Es un problema casi hormonal. Nunca fui fumador, pero tampoco un inquisidor en el asunto.Y sin embargo hay algo en la forma en que las mujeres fuman que hace emerger mis instintos más violentos. En especial las más jóvenes. ¿Será acaso la forma en que fuman mientras hablan conmigo, dejándome en un segundo plano? Un mero accesorio para salir a fumar. ¿O será la forma en que contraen la boca o desalinean sus mandíbulas cuando exhalan el humo? Muecas de satisfacción provenientes solo de un gesto egoísta.

Mientras viajaba en el colectivo me retorcía en mi propio resentimiento. Arturo y Ulises iban en busca de Cesárea Tinajero, inclusive a Mario Levrero le tocó encontrar un autor perdido en este Uruguay. Como si habiendo renunciado a la grandeza me tuviera que conformar con una parodia barata, viajaba en este colectivo hacia a Las Brujas para encontrar y auditar a un pequeño empresario.

El pueblo modesto, limpio. Aburrido. Un aire hecho de recuerdos habita la atmósfera de los pueblos pequeños. Siempre familiar y fuera de lugar a la vez. El café no es tan malo, y el gallego en la barra me mira de reojo. Saco un libro. No leo, pero lo mantengo abierto y miro los párrafos intentando asimilar el hábito lector. Tampoco tengo nada que hacer hasta la mañana siguiente, entonces mejor intentar una empresa noble. Pero, ignorando mi falso hermetismo, una sombre me eclipsa y me pide fuego. Y en un instante, la epifanía.

No llevaba abrigo, pero se llevó consigo la cartera en el momento que le dije que no. Sin haberme fastidiado, quedé en suspenso mirándome en  un viejo espejo de bar. Ojos dilatados, la mente que navega sin precisiones. Y entonces un arco imaginario se tensa sobre mi abdomen y tira de mi pecho. Tenía dos inquietudes: en un bar lleno de gente la mujer no había preguntado a nadie más por fuego antes de salir, y una vez afuera no encendió cigarrillo alguno. Un pánico que subía del pecho hacia la corteza cerebral, ese individuo acaparaba toda mi suspicacia.

Al rato, ella se alejaba con un paso vacilante que pude divisar desde la ventana, con mi corazón que bombeaba sangre pesada y espesa. Intenté relajarme, pero de inmediato supe que sería imposible, el hechizo ya estaba en marcha.

Friday, February 21, 2014

El perfume de la canela



Sofía adoraba que su abuela Rosaura le contase aquellas historias de sus antepasados. Cada mañana, mientras desayunaban el rutinario café con leche con el pan amasado al amanecer, la niña buscaba cualquier pretexto para que la octogenaria le narrase las peripecias de Doña Elvira, su bisabuela.
En esos momentos, Rosaura encendía el fogón y ponía a hervir agua de canela para que su dulce y penetrante aroma inundase la antigua cocina familiar. Sólo entonces, cuando se respiraba una atmósfera fantástica, comenzaba solemnemente, como saboreando cada palabra, su relato.
Según la anciana, Doña Elvira era una campesina, hija de inmigrantes españoles, que se habían asentado en Córdoba, por la zona de La Carlota.
Para ganarse la vida, curaba el empacho con cinta y oración, la culebrilla con tinta china y el mal de ojo con algunas palabras mágicas. Para las jaquecas, recetaba infusiones a base de yuyos recogidos en el campo; para el hígado recomendaba té de cola de caballo y manzanilla para los nervios.
Gentes de todos los pueblos aledaños viajaban a La Carlota para atenderse con ella. Cada vez que alguien enfermaba, la primera opción inapelable era recurrir a Doña Elvira, la curandera.
Cierta vez, los saberes curativos de la campesina y su certera efectividad, llegaron a oídos de las autoridades sanitarias municipales, quienes decidieron recurrir al Juez del Pueblo y denunciarla por ejercicio ilegal de la medicina. Sabían que, ante la popularidad de la curandera, el enjuiciamiento provocaría malestar entre los parroquianos. Entonces, iniciaron una campaña pública de desprestigio, acusándola de brujería y  satanismo.
No hubo que esperar mucho para que las malas lenguas comiencen a inventar historias sobre rituales diabólicos, pócimas, hechizos y amarres. Muchos de aquellos que alguna vez habían confiado en sus conocimientos milenarios, la sometían ahora al escarnio público.
Los notables del pueblo, formaron un comité anti- bruja que, luego de varias reuniones y desacuerdos, decidió eliminarla de la faz de la tierra. Así, una cálida noche de febrero, una multitud enfebrecida se dirigió hasta la puerta de su rancho, clamando por su presencia.
Cuando salió al umbral, cuatro hombres la sujetaron y, seguida por la furiosa muchedumbre, la condujeron hasta el bordo, donde la prendieron fuego con una improvisada hoguera de pastos secos.
El tiempo pasó y el caso cayó en el olvido, sin saberse nunca a ciencia cierta si las acusaciones habían sido falsas o verdaderas.
Rosaura, que al momento de los hechos era una adolescente, siempre creyó que su madre era una bruja, aunque no en el sentido que marcaban las denuncias. Recordaba, pues, que desde su más tierna infancia, Doña Elvira le había enseñado un ritual para crear un ambiente mágico, consistente en hervir agua de canela y narrar parsimoniosamente alguna que otra historia fantástica.


Saturday, February 15, 2014

Tres

Tres hermanas navegaban entre nubes, a bordo de su embarcación de luna. Una amarraba las velas, otra comandaba desde el timón y la tercera echaba las redes para atrapar alguna escurridiza estrella fugaz.
Todas las noches realizaban el mismo ritual. Ni bien caía el sol, se engalanaban con sus blancos vestidos refulgentes, peinaban sus largos y oscuros cabellos y salían a navegar. Pasaban horas contemplando desde el infinito las abigarradas luces de las ciudades; los lejanos poblados; los buques que como cascaras de nuez se bamboleaban en el mar, los destellos de los faros. Gozaban tanto de aquel apacible espectáculo nocturno, con sus aromas y sus silencios, que dedicaban largos ratos a comentar lo que veían o lo que imaginaban que sucedía allí debajo. 
En aquella ocasión, mientras se encontraban navegando a la altura del Golfo de México, una fuerte tormenta se desató sobre sus cabezas. Orión, el guardián de los cielos, que estaba enojado ante el rechazo amoroso por parte de la menor de las tres hermanas, descargó su ira provocando una temible tempestad.
El viento huracanado, que sacudía la embarcación como si fuese un barrilete, obligó a las hermanas a dejar sus labores y abocarse únicamente a comandar el timón. Con todas sus energías, intentaron enderezar la nave que amenazaba con voltearse constantemente. Para evitar sucumbir, alivianaron el peso de la carga deshaciéndose de algunos cometas y estrellas fugaces que habían recogido horas antes cerca de Venezuela y  cazaron las velas para capear el temporal.
Sin embargo, sus denodados esfuerzos parecían no dar resultado. El despechado Orión, herido en su orgullo, no se detendría hasta lograr su objetivo: castigar a la joven, haciéndole pagar con su vida y la de sus hermanas, el precio del desamor.
Furioso, al notar la heroica resistencia de las mujeres, Orión disparó un rayo que alcanzó la embarcación fulminando en segundos a las hermanas.
Cuenta la leyenda que desde entonces, Orión se apoderó del alma de las tres jóvenes y, como demostración de su triunfo, las exhibe cada noche, como cuentas resplandecientes en su cinturón.

El fin de la eternidad

Había más de una decoración de extraño gusto en la habitación de mi tío. Desde que se separó de su mujer, mi papá lo trajo a vivir con nosotros. Su mujer nunca fue mi tía porque nunca la conocí ni la saludé. Solo se que un día dejó de estar con mi tío, y él pasó a vivir con nosotros. Compartíamos una pared entre nuestros cuartos.


La primera vez que mi tío me enseñó algo, fue a encender una hornalla con un fósforo. La clave de la ignición, según él, era soplar la caja y el fósforo antes de raspar. Para mí fue una pérdida de tiempo. Mi madre me pegó flor de bife en el momento en que quise demostrarle lo aprendido. Lloré por el golpe y por la bronca. La trampa de mi tío me introdujo en aquello que “hay cosas que solo hacen la gente grande”.


Al rato mi tío se asomó. Yo lo odiaba. Pero el me sopló la frente, me agarró una mano y se sentó al lado mío en la cama. No te enojés changuito, tu abuela nos fajaba con un florete que guardaba en su armario. Lo compró solo para cuando macaneabamos con tu padre-. Había cosas que, yo, no entendía. -¿Qué cuándo conocí a tu papá? Es mi hermano chango, tu abuelo y abuela son mi papás también.


-Bueno, pero si te lo digo no se lo podés decir a nadie-. Fue inevitable en mí preguntarle al tío por la vez en que se metieron en peores problemas. La razón por la que te enseñé a usar los fósforos es porque el fuego es el fin de la eternidad. Nada sobrevive al fuego, porque deja de ser lo que es. Ya me vas a entender. Pero bueh, mirame a los ojos: lo que no podés comentar a nadie es que en el barrio vive una bruja. Este mismo. Sí, sí. No, no como las que habrás visto dibujadas o como tu maestra de jardín. Esta es una bruja seria y de verdad.
Una noche con tu viejo nos escapamos por el jardín trasero de la casa de los abuelos. Queríamos ir a la casa de Diego que le habían regalado una serpiente mascota.Yo no presté atención, pero a mitad de camino tu viejo se asomó a la ventana de donde escucho un ruido y vió a un hombre descociendo a una mujer con sus manos.


Yo tendría unos ocho años, y tu papá la misma edad que vos chango. Yo le expliqué que no era lo que él pensaba, pero él insistió en que la estaba descociendo. Nos quedamos mirando como dos bobos sin darnos cuenta que una señora nos había visto. Salió de la casa y nos rajó a patadas. Diego no nos creyó, y nosotros no nos dimos cuenta. Pero a la vuelta, caminando en ese silencio de calle de barrio, vimos a la misma vieja que caminaba con ese mismo hombre que antes descocía a una mujer. Lo llevaba de una correa invisible, hasta que se pararon de frente a un cedro viejo que siempre desentonó con el resto de la arboleda. Ahí nomás y de un saque vimos como la vieja le arrebató el corazón y lo encerró bien adentro de la corteza del cedro.


No es broma chango, es ese mismo cedro de la calle Castelli. Ahí mismo, sólo que en ese entonces había un baldío enfrente. Nosotros estábamos tan cagados que nunca dijimos nada, por miedo a que la vieja nos venga a buscar. La prudencia la perdí hace tiempo chango, pero no el miedo. Con tu padre quisimos ir a quemar ese árbol hasta las raíces en contadas ocasiones. Para liberar a esos de su condena, pero el miedo siempre pudo más. Eso, y una duda final sobre si aquellos encerrados en el cedro no lo merecerían.


Fuí fiel al tío y nunca conté nada. Más aún, nunca volví a recordar esa historia hasta más de diez años después, cuando el tío desapareció de un día para el otro. Mis papás se preocuparon pero no hicieron nada. Yo fui a echar un vistazo al viejo cedro, en busca de un nuevo retoño.




Thursday, February 13, 2014

Escribir como quien va a un gimnasio: Un taller literario


Por eso creamos Tinta Real. Nada de motivarse por tres semanas, salir inspirado y diluirse en la rutina en el próximo mes. Este ejercicio tiene otro horizonte. Y las pautas son relativamente simples:

1. Un escrito por semana. Recomendamos entre 250 y 500 palabras. Hay excepciones, por supuesto. Pero se publican todos los Sábados a las 10am (Hora de Buenos Aires) en el blog http://tintareal.blogspot.com . No importa que el texto nos parezca una inmunda mediocridad, ya tendrás tiempo la semana que viene para redimirte. Además, pueden ser anónimos.

2. Hay un tema o concepto al cual todos los participantes se tienen que acatar. Es un concepto por lo general muy vago (podría ser un sentimiento como la envidia, o un tema más abierto como hermanos/as, una canción, o bien la necesidad de mencionar un tema o palabra en el texto, etc.) Es un disparador, no una consigna.

3. No hay géneros. Se puede escribir un cuento, una reseña, un poema, un artículo de diario, una carta. Único requerimiento: tiene que ser algo escrito y elaborado para esa semana. Nada de sacar textos viejos del cajón.

4. Durante el curso de la semana, el participante tiene que dejar (en forma de mensaje) al menos un comentario o devolución sobre otro texto. Preferentemente uno que no haya sido comentado previamente.

En todo momento esto tiene que ser un ejercicio de diversión. La presión de las entregas semanales no es más que una forma de mantener cierta consistencia.  Cuando empezamos a ir a un gimnasio llegan esas tardes donde no haya ganas de ir, o hay otras cosas por hacer, pero la disciplina se impone y vamos. Al menos para no perder el hábito.

Por eso en este taller proponemos escribir como quien va a un gimnasio.

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