Todos sentimos, alguna vez, tristeza. Quizá con la
melancolía adherida a la piel como un abrojo cuando miramos aquella vieja foto
veraniega en la cual nos veíamos jóvenes, despreocupados, pletóricos y, por qué
no, más delgados y sin arrugas; cuando
escuchamos aquella canción melosa y comercial pero que en nuestra más tierna
adolescencia ofició como banda sonora de nuestro primer amor o al oler aquel
cálido y reconfortante aroma a pan tostado que nos transporta automáticamente a
la infancia, a las meriendas con la abuela después del colegio, a aquella
ilimitada felicidad pueril.
Lo que duele entonces, es ese sabor de ya no ser, la certeza
de que el tiempo pasó como un vendaval, arrasando con la ligereza y la fluidez
con la que vivíamos antaño y dejándonos solamente esa leve sensación de alegría
que apenas entibia nuestra alma, como el sol en una mañana de otoño, cuando
cumplimos años, nos vamos de vacaciones o nos visita un amigo.
Lo que añoramos es la
pérdida de la capacidad de sentirnos intensamente felices.
Otras veces la angustia se aloja en el centro del pecho,
presionándolo, como un puñado de guijarros que alguna vez fueron sentimientos.
Nos agobia desde que nos despertamos hasta que volvemos a apoyar la cabeza en
la almohada para intentar, al menos por unas horas, sosegar el dolor
profundo de una separación, una muerte o
un engaño, en un despliegue onírico
donde finalmente, la tristeza siempre terminará haciéndose presente.
Entonces lloramos sin dejar ni uno de nuestros músculos
faciales en distensión; la respiración se nos entrecorta como si hubiésemos
corrido una maratón; no podemos hablar y, tal vez, sobreviene la necesidad de
golpear o romper algo o de abrazarse fuertemente a quien tenemos cerca para
luego seguir llorando con más intensidad.
Duele, así, la absoluta e inexpugnable determinación de lo
que fue y no será jamás de otra manera, lo irreversible de la situación. Fue y
no hay vuelta que darle.
Ya no añoramos la perdida de la capacidad de sentirnos intensamente
felices, ahora lo terrible, lo que lastima es el aniquilamiento de toda
esperanza y la inutilidad de la melancolía. Nos sentimos desamparados, sabiendo
que aquello a lo que nos aferrábamos no mutó sino que ya no existe.
En ocasiones, la tristeza no está atada al pasado, si no al
presente. Y aquí es cuando entra en juego la frustración. Frustración por
nuestro trabajo, nuestro salario, nuestra pareja o simplemente, por nosotros
mismos. Podríamos haber logrado algo mejor, pensamos. Pero no. Quedamos
inmersos en ese espacio intermedio entre lo que hubiéramos querido que sea y lo
que no es.
Entonces la angustia se empasta con el enojo y nos queda en
la boca el sabor amargo del fracaso. Nos lamentamos, puteamos, le reducimos al
mínimo el nivel de energía destinada a aquello que nos inconforma, pero
seguimos en el baile. Aunque bailemos con la más fea.
Duele, así, la incapacidad de cambiar lo que tenemos o lo
que somos, de no sentirnos dueños ni siquiera del momento más seguro y activo
que tenemos: el presente.
Hay tantas maneras de vivir la tristeza como personas en el
mundo. Para algunos es momentánea. Para otros, una compañera de existencia que
hace carne en cada instante, en cada experiencia. Lo cierto, es que siempre
estará ahí, dispuesta a aparecer con
mayor frecuencia que la alegría, porque
como reza el viejo proverbio todos
nacemos llorando y nadie se muere riendo.