El
inmenso cielo gris parecía desplomarse de un momento a otro como la pesada y
arcillosa cabellera de una Venus valdiviana. Un aire espeso y pegajoso le enmohecía
los recuerdos de juventud, que aún conservaba añejados en algún rincón de su
existencia, y el sempiterno vaho pestilente, emanado de las aguas servidas por
los desbordes del río Jubones, ambientaba su vida cargada de presentes sórdidos
y futuros inciertos.
Desde la primera vez que puso un pie
en aquel emputecido y recóndito paraje, alejado de la modernización y de las
promesas de progreso con las que fue atraído, había sentido el tábano de la
frustración inflamándole la piel.
Pese a todas las desgracias y los sinsabores,
Ramón Inés Miranda Jurado no se imaginaba viviendo en ningún otro sitio.
Tumbado en la cama, fumando el
décimo cigarrillo en lo que iba del día, evitaba sumergirse en el agobiante
sopor de la siesta. Desde un rincón de la vieja y desvencijada mesa de luz, el
retrato de María del Rosario Vargas Cepeda, su mujer, lo observaba nostálgico.
Le hubiera gustado saber leer o
tener un televisor para poder distraer la mente de las remembranzas que lo
amenazaban una y otra vez con salir a flote. Imágenes en tonos sepias de un
pasado que auguraba ser feliz y no lo fue.
Hacía 20 años, allá en los lejanos
´80, había llegado junto a su esposa, cambiando los arrozales por las
plantaciones de banano. Con unos pocos trastos y muchas ilusiones bajo el
brazo, se instalaron en la humilde casona que ellos mismos construyeron con caña
guadua elevada sobre el nivel del suelo.
Por entonces, intentaban
ansiadamente la paternidad. No pasaba una sola noche en que, a pesar del agotamiento
físico y del sofocante calor húmedo que se respiraba en la pequeña habitación
de dos por dos, no buscasen el embarazo.
Habían seguido todos y cada uno de
los consejos que las comadronas del barrio sugerían: las infusiones a base de
damiana; las estrambóticas posiciones postcoitales que María del Rosario
mantenía hasta que la lumbar le pedía basta; los cálculos fértiles con los
ciclos lunares; las novenas a San Ramón Nonato, los días previos al 31 de
agosto. Sin embargo, todos los meses la mujer recibía con puntualidad el
manantial de sangre que ponía fin a las esperanzas acumuladas durante los 28
días anteriores y atizaba el fuego de la ilusión para los siguientes.
Recordaba esos meses devenidos en
años como un lento desgaste. Un dolor en medio del alma que le azotaba su ya
difícil existencia. Un leve sabor a decepción.
Inmersos en esa maraña de esfuerzos
inútiles y privaciones se encontraban cuando la epidemia de paludismo de 1992 se
llevó a María del Rosario y con ella todos los proyectos que alguna vez
tuvieron.
A sus apenas veinte y tantos años,
Ramón Inés Miranda Jurado se había quedado pobre, viudo y solo. Sumaba, así,
uno más a la lista de sus fracasos.
Decidió entonces que no tendría más
deseos. No volvería a casarse ni tendría hijos. Viviría la vida como una indefectible
transición hacia la muerte, consagrada al culto de los recuerdos y la ausencia...
Paladeó el salado gusto de las
lágrimas una, dos, cientos de veces hasta la náusea.
De repente, afuera había comenzado a llover. El
monótono sonido del aguacero lo arrancó de sus desdichadas memorias para
traerlo a su no menos desdichado presente.
Buena reanudación! A mí me costó mucho. Hay algo que las consignas me hacen pesar. Quizás deberíamos usar consignas más superficiales y dejar que fluya en la dirección que sea.
ReplyDeleteDe tu relato me gustó sobre todo el final. Pero hay una angustia que no podemos plasmar. Difusa y carnal, la siento a menudo en los textos de Cortazar o Levrero. Son dos escritores que usan lo fantástico para urgar en elementos muy reales.