Saturday, April 26, 2014

La Venus de Valdivia

El inmenso cielo gris parecía desplomarse de un momento a otro como la pesada y arcillosa cabellera de una Venus valdiviana. Un aire espeso y pegajoso le enmohecía los recuerdos de juventud, que aún conservaba añejados en algún rincón de su existencia, y el sempiterno vaho pestilente, emanado de las aguas servidas por los desbordes del río Jubones, ambientaba su vida cargada de presentes sórdidos y futuros inciertos.
            Desde la primera vez que puso un pie en aquel emputecido y recóndito paraje, alejado de la modernización y de las promesas de progreso con las que fue atraído, había sentido el tábano de la frustración inflamándole la piel.
             Pese a todas las desgracias y los sinsabores, Ramón Inés Miranda Jurado no se imaginaba viviendo en ningún otro sitio.
            Tumbado en la cama, fumando el décimo cigarrillo en lo que iba del día, evitaba sumergirse en el agobiante sopor de la siesta. Desde un rincón de la vieja y desvencijada mesa de luz, el retrato de María del Rosario Vargas Cepeda, su mujer, lo observaba nostálgico.
            Le hubiera gustado saber leer o tener un televisor para poder distraer la mente de las remembranzas que lo amenazaban una y otra vez con salir a flote. Imágenes en tonos sepias de un pasado que auguraba ser feliz y no lo fue.
            Hacía 20 años, allá en los lejanos ´80, había llegado junto a su esposa, cambiando los arrozales por las plantaciones de banano. Con unos pocos trastos y muchas ilusiones bajo el brazo, se instalaron en la humilde casona que ellos mismos construyeron con caña guadua elevada sobre el nivel del suelo.
            Por entonces, intentaban ansiadamente la paternidad. No pasaba una sola noche en que, a pesar del agotamiento físico y del sofocante calor húmedo que se respiraba en la pequeña habitación de dos por dos, no buscasen el embarazo.
            Habían seguido todos y cada uno de los consejos que las comadronas del barrio sugerían: las infusiones a base de damiana; las estrambóticas posiciones postcoitales que María del Rosario mantenía hasta que la lumbar le pedía basta; los cálculos fértiles con los ciclos lunares; las novenas a San Ramón Nonato, los días previos al 31 de agosto. Sin embargo, todos los meses la mujer recibía con puntualidad el manantial de sangre que ponía fin a las esperanzas acumuladas durante los 28 días anteriores y atizaba el fuego de la ilusión para los siguientes.  
            Recordaba esos meses devenidos en años como un lento desgaste. Un dolor en medio del alma que le azotaba su ya difícil existencia. Un leve sabor a decepción.
            Inmersos en esa maraña de esfuerzos inútiles y privaciones se encontraban cuando la epidemia de paludismo de 1992 se llevó a María del Rosario y con ella todos los proyectos que alguna vez tuvieron.
            A sus apenas veinte y tantos años, Ramón Inés Miranda Jurado se había quedado pobre, viudo y solo. Sumaba, así, uno más a la lista de sus fracasos.
            Decidió entonces que no tendría más deseos. No volvería a casarse ni tendría hijos. Viviría la vida como una indefectible transición hacia la muerte, consagrada al culto de los recuerdos y la ausencia...
            Paladeó el salado gusto de las lágrimas una, dos, cientos de veces hasta la náusea.
            De repente, afuera había comenzado a llover. El monótono sonido del aguacero lo arrancó de sus desdichadas memorias para traerlo a su no menos desdichado presente.
             


1 comment:

  1. Buena reanudación! A mí me costó mucho. Hay algo que las consignas me hacen pesar. Quizás deberíamos usar consignas más superficiales y dejar que fluya en la dirección que sea.

    De tu relato me gustó sobre todo el final. Pero hay una angustia que no podemos plasmar. Difusa y carnal, la siento a menudo en los textos de Cortazar o Levrero. Son dos escritores que usan lo fantástico para urgar en elementos muy reales.

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