Tenía el sabor agridulce de la pronta
nostalgia, de un hasta luego que sería eterno. El cálido contacto de sus labios
desentonaba con el gélido invierno que se respiraba fuera y se filtraba por las
rendijas de ventanas y puertas.
Miró a su alrededor, escudriñando
palmo a palmo el recinto. En la mesa más cercana, un grupo de mujeres bebía cerveza
mientras contaban, jocosas, sus anécdotas de juventud. Más allá, un hombre
sólo, joven y bastante apuesto, leía el suplemento deportivo del diario. El
mozo se movía, veloz, tomando y sirviendo los pedidos, cargando bandejas con
platos, vasos y sobras; recibiendo la propina de uno y llevando la cuenta a
otro. Cercano a la puerta de acceso, un matrimonio y sus dos hijos adolescentes
elegían con parsimonia una buena ubicación frente al televisor. En la barra,
un viejo comía parado una porción de napolitana con moscato.
Demasiado alboroto. Volvió casi
instintivamente la vista hacia él. Allí estaba, firme como siempre consumiéndose
en la espera. Sabía que el adiós era
inminente. Todos se lo habían aconsejado.
Se detuvo un momento para mirar el
esmalte saltado de sus uñas y pensó que pintárselas sería una buena actividad para distraer
la mente de la acosadora ansiedad que la invadiría. Porque después de todo la
vida sigue, a pesar de…
Volvió a mirarlo por última vez, quería
disfrutarlo con todos sus sentidos. Respiró profundamente para sentir en lo más
hondo de sus fosas su rutinario perfume.
Lo tomó con su mano derecha y lo
estrechó, doblándolo, contra el cenicero.
Allá va el último cigarrillo de tu vida- se dijo.
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